lunes, 26 de abril de 2010

Pasta de autor

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Cruzó las montañas montada en un burro encorvada por el malestar y el temor de perder los libros de William S. Burroughs, Tennessee Williams y Truman Capote envueltos en fojas blancas. Tales obras provenían de la Cochinchina en la zona meridional de Vietnam. La marcha por los bosques nativos y las heladas noches de traslasierra producía el arrope de por lo menos una camiseta, camisa de charro y poncho de guanaco; bombacha, can can, polaina y pantalón de badana; pañuelo envuelto en la cabeza debajo del sombrero con pico y chal de nutria.
Traspasó las empinadas sendas ocultas de hielo con su perro Cocker Spaniel hasta la altura de la Quebrada del Condorito. Al llegar a la Ruta 14, Blanca fue detenida por un control de la policía caminera. Los agentes le preguntaron que hacia por la zona y ella le contesto tiritando que llevaba unos libros a la escuelita, pasando el Julio César. Uno de los uniformados la hizo descender del cuadrúpedo y la examinó hasta la piel: "No voy a dejar que se muera de frío" le dijo, mientras el Cocker Spaniel ladraba desaforadamente. Luego de la inspección en las alforjas del animal y de constatar que cargaba los compendios, le indicaron que prosiguiera su camino con cuidado y que la próxima vez le iban a labrar una multa por transitar por la ruta con semejante vehículo.
Blanca, se alejó unos 15 kilómetros tierra adentro y se topo con el alambrado de la escuela, en la puerta se encontraban dos furgonetas "Fiorino" grises con logos de la "Agencia Córdoba Cultura". Salió a recibirla el señor Baras, director del colegio, y la acompañó hasta una de las aulas vacías, descargó las fojas y abrió los textos; el regente comenzó a clasificarlos: "Burroughs", a San Antonio de Arredondo con heroína, "Williams", con anfetaminas a Villa Carlos Paz y "Capote" a La Falda con cocaína.
Los conductores cargaron los tratados en los utilitarios y salieron a sus destino. Baras observo a Blanca y le apuntó que Ho Chi, el proveedor de Vietnam, había llamado diciendo que el martes llegaba una entrega muy grande con los volúmenes de Carlos Menem, César Angeloz y Eduardo Duhalde.

martes, 20 de abril de 2010

Obispo Oro e Ituzaingo

Se tardo más de la cuenta llegar, la bocacalle en la esquina de Obispo Oro e Ituzaingo estaba cubierta por una bolsa negra de basura, y el agua que acumulaba casi un metro y medio de alto corría por la arteria desaforadamente después de la intensa lluvia de anoche. Al ingresar al departamento de dos ambientes se encontraba Elisa sola, afuera, José arrodillado y desolado no podía pronunciar palabra. Sentada con lágrimas en sus ojos y la mirada disipada en el suelo, ella fumaba compulsivamente un cigarrillo con su mano derecha, mientras sostenía con la izquierda un juguete verde.
Se hizo presente el suboficial Gutiérrez empapado, tuvo que cubrir el caso de una mujer caucásica rubia asesinada en su casa de barrio Alto Yapeyú unas horas antes.
-¿Qué paso? –preguntamos directamente, Elisa levanto la mirada y con la voz entrecortada comenzó a relatar lo sucedido:
Apenas lo conocí, él me comentó que era separado y que tenía dos hijos; uno de tres y otro de cinco años. Al principio le restó importancia ya que José se comportaba como una persona encantadora que me agasajaba constantemente con cenas, viajes, momentos amorosos intensos; en fin, me hacía sentir una reina. Es más, los fines de semanas que él gozaba de la custodia de los chicos, salíamos los cuatro de paseo por los parques y los juegos de la zona.
Sin embargo, a medida que pasó el tiempo observé que José se convertía en un padre ocupadísimo y que los pequeños no sentían apego hacía mi persona. Los caprichos y la decidía hastiaban mis nervios y mi mente; los enfrentamientos celosos por quién poseía la prioridad de José empezó a resquebrajarnos. La soledad, el miedo y la idea de tener a mi hombre sólo para mí empezaron a rondar por mi cabeza.
Anoche, me sentía angustiada y no pude dormir, pensaba que él ya no me iba a querer, me dio temor con motivo, la madre llamaba siete veces por hora para ver que los niños se encontraran bien y José debía mantener una buena relación con su ex todo el tiempo.
Recuerdo que mencionó ver a los chiquillos en la bañera y desesperadamente los ojos se dilataban a medida que no ingresaba aire en sus pulmones, el chapoteo insistente por tratar de levantarse rebalso la tina mojando el suelo del baño, unos segundos después los movimientos de los organismos anduvieron menos intensos hasta que las burbujas mermaron con sólo un globito en el agua mansa, balanceándose de un extremo a otro.
Luego, los cuerpos fueron cubiertos con una bolsa de consorcio negra y sacados a la vereda lluviosa y él se fue a conversar con la madre de sus hijos en Alto Yapeyú. Por lo menos, eso fue lo que me dijo José cuando llegué esta mañana al departamento, quebrado en llanto.
Dos empleados del desagüe municipal destaparon la bocacalle y nos trajeron la bolsa negra con los infantes en su interior. Subimos en el móvil al hombre que aceptó con frialdad la acusación de infanticidio y asesinato a su ex mujer, mientras clamaba por el amor de Elisa justificando que la única salida para la libertad de estar juntos, era ese.

miércoles, 14 de abril de 2010

Dípteros de café

La flecha esculpida en metal atravesó la cotidianeidad de abril en un mundo normalmente anormal, la ausencia de 87 días de piel rompió el solsticio más largo del año. Hoy, he estado maullando y ronroneando a una vaca suave, delicada, tenue y cortés. No tenía tesón de mí mismo y agitándome con una bocanada de humo fluctuante mientras la mano derecha borroneaba una hoja de papel amarillo, y la mano izquierda bailoteaba al compás del desafinadísimo exhalado de mis labios, bebía café sentado en el bar.
Afuera, el frío asestaba como un puñal oblicuo la carne de cualquier pasante poco precavido. Adentro, las nubes tabacaleras recorrían durante horas el horizonte del bodegón. La rumiante altiva no estaba de vueltas, los minutos pasaban y perdía la noción de espacio y tiempo, un sorbo más del café rebajado con malta calentaban los huesos roídos por la postura cóncava de mi cuerpo.
Silbando de sueño noté que algunas moscas se pegaban como ventosas en el aparador del ruso Dimitri, y otras formaban círculos en el cielo raso tratando de esquivar los nubarrones de nicotina amarga. Otra vez observé la puerta y la bovina no aparecía, ella se cambiaba de piel como se cambian las culebras, una difunta por una lustrosa ó tal vez similar a las moscas; así en cuatro etapas morfológicas distintas; huevo, larva, ninfa y adulta se estiraba consiguiendo extenderse brillante y resplandeciente.
Bajé la cabeza y escuché acercándose unas chinelas chirriando los mosaicos pegajosos, levanté la mirada y descubrí una lágrima rodar por su mejilla, la cantina inmunda no podía envolver la belleza radiante de mujer, sin chupar el néctar dulce de su aroma natural, ni morder la fruta suave de su cutícula carmesí en espíritu y alma. La gente del lugar cambió su actitud con facilidad, al igual que Tomás Llorque en la barra desolado con el corazón odioso e inmutado.
Es otoño y como un clavo torcido no encajé, volvió su exquisita anatomía despidiéndose hacía la puerta y se esfumo como una brisa de perfume sensual. En la calle los árboles iban desarreglándose a medida que sus hojuelas caían y en 88 días, a mí, me siguen las moscas.

martes, 13 de abril de 2010

Alegoría de una ciudad

La ciudad se extendía hasta la calle ornamentada de la Cañada, donde el viajero civilizado se inspiraba con el cauce curtido del Suquía. Los barrios bajos no se comunicaban por el ferrocarril, la forma más sencilla era el trolebús, alimentado por una catenaria de dos cables transportando energía eléctrica, el gusano de hierro y chasis se empachaba con sus dos astas y vomitaba el pasaje suburbano en la entrada de la polis.
Precisamente, el umbral era la plaza principal, remozada con el ecuestre general de mármol en el centro y en sus cuatro vértices glorietas, nichos y cortinajes. El punto neurálgico de la urbe se concentraba ahí mismo.
El gran mercado se encontraba enfrente, el arco de piedra le daba la bienvenida ceremonial a los cientos de foráneos y no, que con ansia irrumpían los puestos de carnes, frutas, hortalizas y especias del ancho mundo. Curiosamente una vieja librería de páginas antiguas donde las refulgentes hojas caprichosas se convertían en íconos de un público consumidor, ocupaba los últimos puestos de los productos.
Unas columnas con escudos, banderas arrugadas y santos, nos mostraba que la religión imvadía perpendicularmente al mercado y de frente a la plaza conmemorativa. Las viejas tipologías arquitectónicas dictaban del siglo XVll con su cuatro capillas apuntando a los cuatro puntos cardinales, en su pórtico, ambulantes, enamorado, pedigüeños y transeúntes espontáneos peregrinaban durante toda la jornada.
El emporio a las cinco comenzaba a cerrar, ya no se percibía la música de tacos y tacones, ni el rocío de las pieles extrañas que salpicaban al chocar los andarines del centro, el bullicioso parlante descendía hacia otros ruidos, el aroma a fruta fresca franqueaba más ha fétido y las bocinas de automóviles, sí retumbaban en los oídos. El ladrido solitario de un perro junto a la mugre se adherían a la ciudad, y sólo quedaba el vacío de dormir en el banco de la plaza.

lunes, 12 de abril de 2010

La dignidad del santo

-Todo va bien -contestó satíricamente después de colgar el teléfono. El largo proceso de obtener trabajo le procuraba una fuerte ansiedad y depresión que arremetía como un martillo golpeteando el ánimo una y otra vez sin parar. Con prisa vagaba por los anuncios laborales que publicaba todos los días el diario y como un test múltiple-choice marcaba con lapicera roja los pedidos tanto profesionales como los de oficio varios. Semanas tras semanas repetía el rito de la lapicera roja presentándose con el rigor desfachatado de alguien desesperado. Sin embargo, nunca manifestó tal sentimiento y en contrapartida profesaba en todas las entrevistas, un personaje glamoroso y carismático que mentía y amenazaba al punto tal de un engreimiento mental poco sustentable.
El clima caluroso del mediodía y de las primeras horas de la tarde lo encontraban callejeando por todo los puestos y siempre lo mismo, su actitud sólo lo llevaba a levantarse y dar la mano, girar con el cuerpo hacía la puerta, agachar la cabeza y salir arrastrando los pies hasta quedar exhausto. Ya en las noches frías bajo la sombra del ornamental púlpito y altar de la basílica de la Merced, previo atrevimiento de observación en calle Rivadavia el muro exterior del templo rebosando de misericordia ante la serie de cerámicas realizadas por “Armando Sicca” con la historia de Córdoba, alentaba en él ver esa esculturas humilladas y despreciadas a la intemperie por los transeúntes de turno.
Con el cuerpo fastidiado y el alma quebrada, se ponía de rodilla ante la imagen del santo al costado derecho de la nave central, las lágrimas golpeaban el mármol de la antigua construcción del siglo XVII y sin imitar al crucificado recorría con la vista la iglesia, tres sacerdotes se ubicaban en tres confesionarios distribuido en un triángulo imaginario enfrente del altar, la rotación de fieles no era pausada ya que en el sacramento de la reconciliación no había mayoría para el desahogo.
Volvía la mirada al beato y como vinculado a algo impalpable la serenidad se inscribió en su ser, el reposo silencioso del niño en las manos del bienaventurado caló en las abandonadas y doloridas rodillas llagadas por friccionar con el mármol, el timbre del celular rompía el mutismo celestial, con los ojos grandes y encendidos quedado perplejo tras oír que había sido seleccionado para el puesto en una agencia de viajes, la sonrisa y el agradecimiento exploto desahuciadamente ante la figura del bendito que acurrucaba entre su pecho a la criatura divina.
Erigió su cuerpo tras persignarse y marchó hacía la salida, al lado del portón de entrada un anciano ruido por los años y desprovisto de toda seguridad social dando un aspecto de cachivache extendía la mano con la intención de ayuda, hurgó los bolsillos del pantalón y encontró cinco pesos, que terminarían sin duda alguna en un atada de veinte puchos rubios, se acercó al viejo y le entregó los cinco pesos al tiempo que le preguntaba como estaba. -¡Ahora, todo va bien! -Respondió satisfecho.

viernes, 9 de abril de 2010

A veces

Me senté en una silla de plástico blanca y respiré profundamente una par de veces, a veces fuera de casa parece desopilante el insomnio y otras veces placentero, pero luego de 27 años de tenerlo a mi lado, el equilibrio que nos unía se quebró. Su empeño por quedarse en su pequeño ostracismo de los años ’60 donde a veces su memoria lo remontaba a su militancia panfletera troska, no rendía frutos.
Crucé las piernas y el plástico de la silla crujió. Incapaz de controlar el sentimiento de culpabilidad de conciencia me pregunté si alguien más creería que él tuviese la capacidad de seguir con sus labores diarias de representarme, ya que sus contactos, amigos y compañeros a veces se encontraban en el obituario del diario.
La brisa fresca ahora me hacía tiritar, pensé que él ya había hecho su trabajo y que tenía que volver a ser sólo mi papá otra vez y dejarme compilar y repasar los documentos literarios con otros colegas. Siempre me acompañó con su pluma incondicional y atrevida que ni la izquierda quiso leer.
Sin embargo, ya era hora de un principio a fin. A veces el amor es un estremecimiento extravagante de odio y delicia en un cerrar de ojos que de repente con arrugas y canas cambia de color; y se escriben con lágrimas que acompañan nuestros sueños.
Del otro lado de la puerta a veces escuchaba una sonrisita ventrílocuo parlante. El frío que me envolvía por todo el cuerpo hizo que el bostezo tensara mis músculos y pesara más que de costumbre, el chirrido de la silla confirmo la quebradura del plástico y de culo pasé al suelo. ¡La puta!, a veces no recuerdo que aún sabe como cambiar la cerradura.

miércoles, 7 de abril de 2010

La ventana de María

Todos los días cerca de la ventana mientras reposaba en su cama, sin que ni siquiera nos percatáramos de ello, María, admiraba el cuadro apaisado que entraba por la pequeña habitación en la parte trasera de la casa. La escena natural de grandes árboles secos sin pájaros silbando y brisas frescas que proporcionaba el mediodía otoñal, sugirió que el céfiro descompuesto que provenía de la morada se esparciera hacía los vecinos.
Al ingresar, María seguía acostada, ella una mujer de ojos pardos, tez marrón oscuro, con unas caderas bien determinadas por lo alta y buena moza que era, tenía la cabeza girada hacía la izquierda con la mirada clavada a la ventana. En el extremo de la cama el brasero se encontraba apuntando sus pies descalzos.
La intoxicación por inhalación de monóxido de carbono le había moretoneado un poco el cuello y el cuerpo ó al menos eso creía el subcomisario, ya que, por lo que habían declarado los moradores de la casa contigua, ella, al parecer vivía sola.
Llegó la orden del cabo primero para retirar el cuerpo y llevarlo a la morgue judicial. Anotó en la planilla la salida del femenino sin vida y el caso fue caratulado como "muerte de etiología imprudente".

Sombras de papel!

En cinco momentos de soledad eventual observé como tropiezan diferentes piezas espontáneas del alma por las calles de la ciudad: en dos baldosas, el miedo; en la senda peatonal del bulevar, el deseo; en el zaguán de la derruida casa chorizo en barrio Alberdi, el sueño; en el banco revestido por el clarín de guerra de la plaza Gutemberg, la felicidad; y en el matorral del basurero a cielo abierto de un baldío, la nada.
La dualidad clásica de un toque personal que encuentro por el recorrido suburbano de los ríos anchos donde el pescado es traído desde Taiwán, me deja una composición autodidáctica de interiorizar chatarra, mientras me siento en el porche de un rancho ajeno retratando los pecados con una tuca que Martín Fierro nunca fumó.
Uno nunca viajó por Europa, pero tampoco el misterioso Mozart transitó los páramos y llanos de Latinoamérica con clave en Sol. Y sólo en los humedales de concreto viejo tuvo la capacidad de darle vida a un barómetro de cola. Aquí, absorbemos la sopa y leemos como un cíclope las bitácoras forasteras en un patio ó en un bar, sin embargo olvido que existen para nuestro rescate personal!.

martes, 6 de abril de 2010

Search media!

Obtuve volúmenes de relatos con personas que no saben vivir. Que no fundan una mirada subjetiva y fragmentada de lo más real, sólo muestran la sutileza y la perfección narrativa de una piel sumamente áspera de tanto acuñar el carbón. En la mente el sonido del viento y la frescura del agua terminaron estrellándose en el asfalto bañado de alquitrán.
Los jueces delimitaron toda sensualidad estilística en la intersección de la ruta 11 entre Camilo Aldao y Corral de Bustos. La normalidad de los exponentes más fuertes y precisos se situaron al filo del risco más bajo, pero sí bien, no estuvieron certificados, el corazón estoico de un árbol creció más tangible.