jueves, 24 de marzo de 2011

La casa del río

–¿Lo pude haber evitado?
–Tal vez. –especulaba mientras boqueaba aire unos segundos.
Él me había llamado bajo un arrebato embrutecido de medianoche y me amenazó diciéndome que iría tras de mí. Yo preocupado, le avisé a Elisa sobre la conversación que mantuve con él y le insistí que me acompañara a la casa que tenía en Cuesta Blanca.
Un espasmo hace que mi respiración pese como si corriese una maratón, él me mira y tira su cigarrillo contra mi cara, se da vuelta dándome la espalda y camina hacia la puerta. Escucho levemente que arranca su auto cuadrado, uno de esos autos que no sé sabe sí es un utilitario, una camioneta, una rural o simplemente un auto. Escucho que lo acelera hasta que regula y un azote de puerta truena tenuemente. Percibo que entra a la casa otra vez, sus mocasines retumban más fuertes en mis oídos, están tan cerca que puedo olfatear la pasta “Cobra” negra de sus zapatos.
El estallido de un saco azabache sobre el suelo como si fuera un fajo de alfalfa, inunda mis pulmones de aire como un tsunami descarriado. Me vuelve a observar y no dice nada, noto que bajo el brazo lleva algo similar a una pelota grande dentro de una bolsa y avanza hacia la cocina, sin escrúpulos come todo lo que hay dentro de la heladera sin dejar de sujetar el morral ovalado.
Trato de gritar o pronunciar alguna palabra y no puedo, el aire no es suficiente. Quiero preguntarle por Elisa y el regusto en la boca no me deja. Entonces pienso en ella, en el día que se mudó al lado de casa y traía un vestido por encima de la falda con volados de satín color rojo, de su sonrisa fresca y sensual, de como yo desde la ventana la miraba y un sudor cálido me corría por la piel invadiéndome hasta el interior del cuerpo.
Él regresa de la cocina y me muestra el lomo de una botella verde partida en una mano y la bolsa en la otra, con las puntas vidriada corta las ataduras del saco azabache y el contenido se desploma emanando un aroma conocido, una fragancia que solía envolverme entre mis alocados y húmedos sueños, donde Elisa me ayudaba a olvidar las frustración, las mala tarde después del trabajo y por sobre todo, a sentirme atraído a ella.
Ahora, él se sienta en el sofá y fija la mirada en el contenido del costal.
–Tenía un cuerpo hermoso. –murmura y saca del bolsillo de la campera una petaca.
Bebiéndola se erige sollozando y toma el bulto, balancea el brazo hacia atrás dándole impulso y lo tira por la ventana hasta el río sucio. Se acerca a mí y sin soltar el morral impacta repetitivamente la punta de su mocasín sobre mi abdomen provocándome un dolor profundo como si una compactadota moliera mis huesos una y otra vez.
Luego de unos minutos, el jadeo constante de él le impide seguir impartiendo puntapiés contra mi abdomen, cansado y dolido por lo ocurrido lleva ambas manos a su cabeza y alisa su cabello para atrás. Inhala un poco de aire y me dice “esto te pasa por tú morbosa falta de ética” y arroja el contenido de la bolsa contra el piso. El parietal derecho de ella estaba hinchado como un conejo, sus ojos pardos eran descoloridos y sus labios carnosos tajeado y podridos, emanaban un olor fétido.
Acometido por la venganza, el esposo de Elisa se saca el anillo y lo arroja entre la cabeza y mi cuerpo, me sonríe y se retira silbando una canción para mí.

jueves, 17 de marzo de 2011

La apuesta por el cabezón entre quemeros y luminosos

Tiro el cigarrillo y le doy la espalda a la mañana fría y ventosa. Sobre la mesa una hoja de diario escapa envolviendo la taza de café torreada, intento agarrarla pero un empujan más del viento hace que la hoja cruce la calle y repose en el cause de la Cañada. Lo sigo con la mirada y noto que se empapa, se arruga y se prepara para emprende un viaje hacia las afuera de la ciudad, allá, por los cañaverales del Río Primero.
Siento un escalofrío y cruzo los brazos, es temprano en el bar de 9 de Julio y Figueroa Alcorta, la brisa helada hace que ni el mozo venga a ofrecerme otro café. Prendo nuevamente un cigarrillo y agarro el celular para fijarme la hora, son las 6:30 y el Gordo todavía no llega. Entonces releo el diario y Marcelo Hugo posa dentro de su nuevo Porche Panamera S de cinco puertas, negro y con un motor V8 de 400 caballos de potencia. Diviso que en el remate de la nota informan que el precio del auto en la Argentina es de 209.900 dólares.
–¡La puta! –pienso.
Drácula no es un pobre tipo, ni un perdedor o un muerto vivo, es un monstruo más vivo que todos. Sabe succionar la sangre de las señoritas y de sus detractores también, bebe a su salud las mentes populares y produce clones belicosos de pastiche que generan su enriquecimiento sin ser un científico loco.
Impaciente vuelvo agarrar el celular y me fijo en el mensaje del “Bomba” Rodríguez, él era uno de los jefes de la barra de Huracán de Parque Patricio, habíamos apostado que en veinticuatro horas haríamos algo loco. Lo primero fue tirar un nombre y luego cada uno se encargaría de ir a buscarlo, no fue difícil elegir quién. Lo complicado fue el dónde para nosotros, ya que ir hasta Punta del Este no estaba en los planes y ahí se encontraba ese nombre. Ellos corrían con ventajas porque cruzaban en ferry el río de La Plata y en cuarenta minutos llegaban a Punta, en cambio nosotros desde Córdoba teníamos como 10 horas para arribar a la banda oriental. Por ese motivo, para hacerlo más interesante y ganar tiempo, doble la apuesta apuntándoles que había que cambiarlo por completo. Y ellos aceptaron.
Desde la esquina escucho un ronronear beligerante que corta el silencio melancólico de la Cañada, distingo que el Dacia 1300 color verde oliva del Gordo avanza haciendo un juego de luces. Estaciona frente al bar y sin bajarse del auto con el motor encendido me grita que suba. Llamo al mozo y pago el café, agarro el diario y me levanto, entro y saludo al Gordo, él me responde el saludo con el pulgar en alto y arrancamos.
–Vuelvo y termino la diplomatura en “Wedding Planner”. –me dice riéndose, mientras saca un porro del bolsillo de la campera.
Sonrió por su determinación y bamboleo la cabeza de un lado al otro, agarro la tuca que me entrega y la enciendo pitando un par de veces. El humo del cannabis irrita mi garganta haciéndome toser, le paso el porro al Gordo y aprisiono mis ojos entre los parpados recordando como lo conocí. Fue en el frustrado casamiento de la tía segunda Ester. Ella se desposaba con Sergio “babosa” Cortés, un jugador del fútbol cordobés que se desempeñaba como tercer arquero del “Luminoso” de barrio La France. Lo habían bautizado “babosa” por la poca reacción que tenía cuando le pateaban al arco.
El encuentro con el Gordo había sido justo cuando Ester tendida en el suelo del Registro Civil de calle Colón, intentaba decirle a Carranza, el ex dos de Huracán de La France y ex pareja de ella, que estaba embarazada de cuatro meses y que él era el padre. La tía había cortado la relación con Carranza cuando fue transferido al “Trampero” de Argüello. Ella dolida por el traslado del zaguero central, concurrió a las quermés organizada por el Club Atlético Huracán y allí conoció al “babosa”.
El ingreso de Carranza a la sala fue cinematográfico, pateó la puerta y entro disparando a mansalva hiriendo en primer lugar al Gordo y luego de un disparo en la cabeza última a la tía. Al quedar tendido en el suelo, tomé al Gordo del pantalón ensangrentado y lo saqué por la puerta del Pasaje Verna hacia la calle. Él siempre me le agradeció e hizo que fuese socio honorífico de Huracán de La France.
Habían transcurrido casi ocho horas bajo un sol agobiante y llegábamos a la localidad de Colón en Entre Río. Teníamos tiempo porque la ruta no estaba cargada y decidimos bajarnos a comer en un restaurante. El Gordo pidió Corvina ahumada con papas noisette y yo unos ravioles al pesto. Sobre una esquina, el televisor encendido trasmitía un programa de chimentos que hablaba otra vez de Marcelo Hugo.
–Viste que Lennon era hincha de Racing –me dice el Gordo al mismo tiempo que se reclinaba en la silla.
–¡Ah! sí, lo leí en el diario del domingo. –le contesté tragando un raviol reseco y duro.
El Gordo se jactaba de ser cabeza en la barra de Huracán de La France y no le gustaba realmente el rock, pero sí era importante e histórico para él que la “Mona” Jiménez con la camiseta verde amarilla hiciese algún baile bajo el tinglado del José Luís Cucciufo.
La marcha peronista sonaba en mi celular advirtiéndome que un mensaje me llegaba. Era el “Bomba” Rodríguez avisándome que ya se encontraban en Punta del Este y que se dirigirían al casino del Conrad. No se podía perder más tiempo, terminamos y pagamos sin comer postre, subimos al auto pesadamente y cruzamos la frontera con el Uruguay.
Dos horas más tarde estábamos en Punta por la zona de playa brava, los faros trapezoide del Dacia 1300 nos mostraba un paredón color naranja que cubría todo el frente de la casa con una entrada estilo colonial cerrada por un portón de caoba y la inscripción de “La Mary”.
–Esa es la casa de la Sú, la vi en la revista Caras. –murmuró el Gordo con un aliento a dulzón que empalagaba a dos manos.
Continuamos por la ruta hasta llegar a un angosto camino de tierra sinuosa rodeada de vegetación autóctona que se encontraba entre La Barra y José Ignacio. Recorrimos cinco kilómetros más sorteando pozos y lomos de burro hasta que nos topamos nuevamente con un portón, pero esta vez era de troncos bien macizos y rustico.
–¡Es acá! –dijo el Gordo estirándosele los ojos como un chino contento.
Bajamos del auto y nos acercamos al paredón de troncos, sobre la entrada había un cartel de madera tallado que decía “Guanahami”, el Gordo no se equivocaba, él leía la revista Caras todo el tiempo. Trepé por una de las columnas y observé que en la cancha de fútbol había dos personas pateando penales, el que iba al arco parecía ser el Chato y el que se preparaba para ejecutar, el cabezón.
Volvimos al auto y del baúl sacamos la llave cruz y dos bolsas negras de consorcio bien grande, nos mandamos tras saltar el perímetro y el Gordo de un llaverazo noqueo al Chato, mientras que yo tumbé a Marcelo Hugo y le apliqué cloroformo mezclado con marihuana así le daba un sabor ligeramente dulce. Lo envolvimos en las bolsas negras y lo cargamos en el baúl del Dacia, dimos vuelta marcha atrás y aceleramos por la ruta.
Atravesamos la frontera nuevamente sin sobresalto, el gendarme no salió de su garita y con la mano derecha ordeno que siguiéramos. Le pegamos como siete hora hasta la rotonda de San Francisco cuando el cielo se cerró y se puso más negro que un pozo ciego. La garúa comenzaba a caer de frente y se intensificaba a medida que avanzábamos sin que el desempañador del vidrio trasero funcionase. A la altura de Jesús María la policía caminera tampoco nos detuvo, la lluvia nos permitía cierta impunidad, ya que los cobani no querían empaparse y se quedaban dentro del lanchón.
Saco el celular y le mando un mensaje al Gallego, son las tres de la mañana y le aviso que estamos llegando. El Gallego es guardia en un edificio en construcción de Ayacucho y 27 de abril al lado de la Biblioteca Córdoba, pertenecía a la facción que comandaba el Gordo y él se encargaba de estampar los trapos con las leyendas y estandartes del querido Huracán que se colgaban en el alambrado del José Luís Cucciufo. El portón de chapa estaba abierto y metimos el Dacia 1300 de cola por Ayacucho frente a la Plaza Italia.
–¡Lo lograron! –exclamó el Gallego con una sonrisa que se estiraba como chicle.
Bajamos a Marcelo Hugo y lo dejamos para que el gaita se encargara de cambiarlo. Con el Gordo fuimos afuera a esperar y preparar la pick up para trasladarlo a La France. Una hora después, el Gallego nos entrego al cabezón listo y lo cargamos en caja de la F100.
Ingresamos al estadio por el pasaje Garayar s/n y estacionamos en la boca de entrada de una de las tribunas donde Taralila nos esperaba. Ciertamente, él vivía debajo de la tribuna y cuando nos hizo entrar al campo de deporte tuvimos que traspasar un tambor de asador con la parrilla vencida y chorreada de colesterol; un par de gomeros, una hortensias y cuatro masetas con alegrías del hogar. Al pisar el verde césped, el gordo colgó de los brazos a Marcelo Hugo en el travesaño semidesnudo. Sólo vestía una zunga roja y la cabeza teñida color verde amárela como el globo insignia del luminoso de barrio La France. Aturdido, el cabezón empezaba a volver en sí pataleando y gimoteando. Yo me apuré en sacarle una foto con el teléfono y mandársela al “Bomba” Rodríguez mientras el Gordo le decía que era una jodita. Aunque en realidad, más que una jodita era una apuesta entre huracanes.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Natalina López II

Es de madrugada y regreso en ómnibus. Natalina me deja y me dice que ella va ir a casa en puntitas de pies y que entrará por la cocina, pondrá en el fuego una sartén grande y colocará panceta picada en cubos, cebolla en trozos pequeños, ajo y margarina. Dejará que se dore unos minutos y agregará castañas con pasas de uvas polvoreándola con harina. Tal cual indica la receta materna. 
Mientras tanto, el ómnibus se va poblando de gente. Con el traqueteo de cada parada empiezo a sentir arcadas, estoy sentado contra una ventanilla empañada por el calor humano que exhalan los cuerpos de los empleados públicos, estudiantes secundarios, mujeres con niños en brazos, jubilados y uno que otro borracho trasnochador. Llevo en mis manos el documento. Gustavo Goith anuncia las primeras páginas con birome. En el centro, un retrato de mocoso serio peinado con raya hacia un costado manteniendo la boca y el corazón cerrado por ser tiempos de personalidades equívocas, brilla al traspasar el anular por encima.
Presiento que una vez cocinado el menú, Natalina masticará la “farola” y preguntará ¿Cuándo será el día?. Tragará el último bocado y pensará en la familia, los amigos, el trabajo y el amor. Recordará todas las cosas de su vida que la sobresaltaron sin penas ni gloria. Se dirá en silencio que le hubiera gustado haber nacido de nuevo y que en el documento apareciera una foto de nena con cabellos suelto, sin raya al costado.
Ahora llueve. Me doy cuenta por el chino que sube al ómnibus en la parada de la plaza San Martín, su camisa amarillo patito está pegada a su torso lampiño, dejando entrever sus tetillas rosadas y erectas, además el pantalón de vestir color gris está salpicado de puntitos negros y húmedos como un colador de acero inoxidable. Entonces pienso sí Natalina se acordará de aquél encuentro sexual fortuito que consiguió en la góndola de fécula en un súper chino.
Moqueo un poco y ese chino empapado haría recordar a Natalina lo exquisita y excéntrica que es. Ella levantaría los platos y los llevaría a la cocina. Se maquillaría a cal para entrega su piel risueña y altiva. Recorrería las calles y llegaría a la esquina donde se convertiría en carmelita descalza sí se lo propondrían, pero sólo en hoteles de principios de siglo, oficinas soñolientas o estaciones de servicio, sí la paga sería buena. Hipnotizaría a su clientela trasladándolos entre fantasías y anécdotas, haciéndoles olvidar el dolor y la soledad sin estafa. Reiría entre gatillos fáciles, detenciones arbitrarias y torturas carcelarias; y cantaría canciones Redondas con un pañuelo urbano anudado a su cuello luciendo la imagen del “Che”.
Frena nuevamente el colectivo, afuera Natalina se encargaría de ir tras su sombra y se quedaría parada sobre los mimbres oliendo a gaitas irlandesas como a cumbia regional. Sonreiría al borde de las olillas del río y mearía los jardines de alcohol artesanal sabiendo que no lograría cambiar la tinta de la birome. Entonces con un gesto imperceptible y ausente recordaría a Julio. Firmaría con su apellido para salir del cadalso.
Bajo en mi parada y seco los mocos que me hacen viajar hacia ninguna parte. Observo la entrada de la cocina y una campana de dolor resuena en mi pecho mientras sostengo la peluca en mis manos, ya sin tacón ingreso para poner la sartén en el fuego y sacarme la cal de la cara.