––¡Dalé Negro!, no hagas tanto quilombo.
––¡Ya va, ya va! ––Rezongué refregándome los ojos y agregué
––Sos más pesada que milanesa de chanco.
––¡Cállate pedazo de bolas tristes! Y levántate que a vos
nunca te importan los demás. ––dijo dándose vuelta en la cama.
––¡Ohh, bué! ¡ya empezamos otra vez…! ––dije mientras me
rascaba la entrepierna.
––¡No, ya empezamos otra vez, no!, cuando vuelvas del
trabajo vamos hablar seriamente. ––sentenció, pero esta vez mirándome a los
ojos.
––¡Cagamos!, dijo Ramos ––contesté irónicamente.
––Ándate a la mierda, Negro boludo. ––me puteó y volvió a
darme la espalda.
Con Natalia llevábamos juntos dos años, pero a causa del tibio
compromiso de mí parte con el casamiento, ocasionaba en ella, un sentimiento de
ansía y preocupación constante que se manifestaba en planteos y discusiones hirientes
que rebotaban adentro de mi cabeza como una bolita de flipper, de aquí para
allá, restándome puntos a mí estado de ánimo.
Por otro lado, también provocaba que no tuviéramos sexo, y
sólo lo conseguíamos cuando nos imaginábamos que estábamos con otras personas
––o por lo menos yo me imaginaba eso––.
Me levanté y seguía
rascándome la entrepierna por la serosidad que fluía entre los pelos del muslo y
el calzoncillo. Abrí la ventana para que el aire me secara el sudor que corría
desde mi sien hasta los flotadores de mis caderas; pero no hubo resultados. Afuera
no circulaba ni una pizca de viento, sólo el sol se erguía en el horizonte irradiando
oxígeno evaporado y condensado.
Solté el postigo y me tambaleé hacia un costado mientras
bostezaba. Los dedos de los pies estaban entumecidos y luego de abrirlos y
cerrarlos unos segundos, me dirigí al baño. Al pasar por el lado de la cama,
Natalia se cubrió entera con la colcha de Llama.
––¡Apúrate que quiero dormir un rato más! ––gritó bajo la
cobija peluda.
No contesté y cerré la puerta. Luego de orinar, enjuagarme el
cuerpo y gastar la bolilla del desodorante debajo del sobaco; me vestí observándome
en el espejo, palpé el ambo y todo estaba en su lugar. Excepto los cigarrillos;
volví a la habitación y sobre la mesita de luz reposaba el atado. Los guardé en
el saco y salude a Natalia a la distancia ––no me contestó––, hice una súplica
al cielo y me retiré cerrando la puerta. Ya en la calle, encendí un cigarrillo apurado
y caminé con rumbo a la oficina.
Trabajaba como vendedor ––puerta a puerta–– y
comercializábamos un nuevo producto femenino; las “Slim Pantihose”. Eran medias
hasta la cintura ––estilo cancán–– para mujeres “rellenita” que aspiraban a lucir
sus piernas más estilizadas o menos gruesas, y más largas ante la vista de los
demás.
El producto no era malo, sin embargo en nada diferían con
las medias que vendían los ambulantes en la peatonal, ya que el proveedor de
ellos; era el mismo que el nuestro.
Llegué a la oficina y escuché la voz chillona y afinada del
“Gorrión” que hablaba por teléfono.
––Sí, es necesario respaldar las medias con algún otro
artículo. ––contestaba mientras jugaba con el cable del aparato.
Él era el supervisor de ventas, un hombre de extremidades
cortas y complexión pequeña, con un rostro chato y de tez café donde
sobresalían sus labios rechonchos, ajados y oscuros que de perfil se asemejaban
a unos machucones inflamados.
Entré y saludé a Susana con un beso en la mejilla.
––Llegas tarde, Negro.
––Disculpa Su, tuve un bardito con Naty… ––contesté tras un
bostezo enérgico que ensanchaba mi boca.
––¡Ahhh, Negro! Sos un perejil, no entiendo como no te das
cuenta la mina de fierro que tenes ––me dijo bamboleando la cabeza de un lado
al otro.
Susana se desempeñaba como secretaria del “Gorrión” y se
encargaba de armar la mercadería.
––Ya sé Su, pero así son las cosas, que le vamos hacer. ––le
contesté y desviando la conversación le pregunté:
––¡Che! ¿Ya están preparadas las “Slim Pantihose”?
––Sí, están envueltas con sus respectivos complementos; las
“Slim Kneehighs” (medias a la rodilla) y las “Slim Stockings” (medias a media
pierna). ––me mostró señalando el armario del depósito.
––Ofrece los tres productos al precio de uno ¿entendés? ––me
indicó con el seño fruncido y mirándome directo a los ojos.
Asentí con la cabeza mientras me tapaba con la mano un nuevo
bostezo. Esto exasperó a Susana.
––¡Bué!, ahora anda al armario y fíjate en la planilla de
entrada cuánto stock te toca hoy. Cárgalo y volvé; así te doy la ruta y los
viáticos, rápido ¡despertá, nene! ––me ordenó ya con un tono más grave.
Llené el bolso con cincuenta pares, firmé la planilla y
volví al escritorio de Susana. Sobre la mesa estaban los viáticos y la ruta
marcada con un círculo rojo.
––¿Tengo que hacer “La vuelta en calesita”? –le pregunté
sonriendo.
––¡Sí!, aunque no te guste, vas hacer la vuelta en calesita.
–Me contestó y agregó ––Más vale que vendas algo o este mes no cobras.
Resoplé levantando la vista al cielo raso y pegué un giro de
ciento ochenta grados para salí de la oficina con rumbo a la parada del colectivo.
“La vuelta en calesita”, era un método organizado de ventas
que consistía en golpear la puerta de la primera casa en una esquina y luego
seguir en otra hasta rodear la manzana, una vez finalizada, se cruzaba a la
vereda opuesta y se realizaba el mismo procedimiento hasta completar el barrio.
Tomé el ómnibus y me senté pensando cómo aborrecía esa
metodología, porque estaba seguro de que alertaba a los habitantes de las casas
contiguas a las que yo visitaba. Entendía que a nadie le gustaba tener a un
vendedor de productos importados de China, Taiwán o Brasil parado sobre el
jardín de su casa, y para colmo ofreciendo un artículo que no se necesitaba y
mucho menos deseaba. Concluía que los vendedores ––puerta a puerta–– éramos tan
detestables como los Testigo de Jehová o los carteros que entregaban impuestos atrasados.
Bajé en barrio Granja de Funes. Ya para esa hora el sol
envuelto en llamas, no daba tregua. Solté el pasamano del colectivo y sentí una
ebullición que subía poco a poco por todo mi cuerpo a punto de explotar a
través de mis poros. No sé porqué, pero recordé el viejo Lada Niva 2121 de mi padre
cuando transitaba por las salinas del norte cordobés en enero. El calor húmedo
hacía que la manguera del radiador se pinchara cada vez que ponía la cuarta
marcha dejándonos varados a un costado del camino. Había que esperar que
menguara el calor, bajará la humedad y se enfriara el motor para poder
parcharlo y continuar el viaje.
Un empellón por la espalda me hizo volver en mí.
––Disculpa, chabón ––dijo una voz temblorosa y apenas
auditiva.
Giré la cabeza y dos jóvenes con jogginetas y gorras
apuraban el paso. Me sequé la pera con el antebrazo y los observé yéndose.
Palpé con las dos manos el saco y el pantalón, y todo estaba en su lugar. Entonces
saqué el celular y llamé a Natalia; pero ella no contestó.
Contemplé la avenida Núñez y me entusiasmé con la cantidad
de gente caminando por los comercios; con los autos de alta gama transitando
sobre la calle y con el cuchicheo de las empleadas domesticas al baldear las
veredas. Divisé la esquina de la avenida con calle Lo Celso y caminé hacia la
primera casa. Era un dúplex de dos pisos color gris neutro que contrastaba con
el blanco de las ventanas, tenía una estructura de líneas rectas y simétricas,
––muy sobrias y elegantes–– me dije. Además, estaba flanqueada por un portón con
rejas al tono y un portero eléctrico. Por el cual llamé.
––¡Ejem, ejem! ¿Quién es? ––preguntó una voz gruesa que
carraspeaba del otro lado.
––¡Buen día, jefe! disculpé que lo moleste pero seguramente
no va querer perderse esta oportunidad, de quedar bien con su mujer o hijas…
Y antes de terminar el speech,
la voz gruesa carraspeando más seguido; me interrumpió:
––¡Ejem, ejem! ¡No, no!, muchas gracias, ¡ejem, ejem! no
tengo tiempo, estoy ocupado ¡ejem, ejem!.
Me la jugué y le insistí nuevamente:
––¡Perdone usted!, son la “Slim Pantihose”, un producto único
para enaltecer la belleza femenina y además viene con “Slim Kneehighs” y las
“Slim Stockings”...
Nuevamente me interrumpió la voz gruesa solicitándome que me
retire, pero esta vez sin carraspear:
––¡Ya le dije que no! por favor váyase y no insita más.
––Pero señor, no deje pasar esta ganga.
––¡Tu, tu, tu, tuuuu! ––escuché que colgó del otro lado.
––¡La puta! ––dije y vi que el portón del garaje se abría
hasta la mitad. Como un remolino ciego el rottweiler negro avanzó hasta chocar
su hocico contra las rejas. Sus más de cincuenta kilos de masa corporal
empujaban el enrejado gris haciéndola tambalear.
––¡Grrrr, grrr! ¡guauu, guauu! ––gruñía y ladraba escandalosamente,
despertando el aullido de los demás perros en la cuadra.
Me retiré unos pasos atrás y con la mano derecha saqué del
bolsillo del ambo, el atado de Derby suave. Lo acarreé hacia mí boca y soplé
por la abertura del paquete para separar los puchos; di vuelta la etiqueta y
contra el dedo índice lo impacté hasta que se asomó el filtro blanco.
Desenvainado ya, lo tomé entre mis labios y encendí el cigarrillo. Me acomodé
la tira del bolso en el hombro izquierdo y continué hasta la casa del lado.