miércoles, 9 de marzo de 2011

Natalina López II

Es de madrugada y regreso en ómnibus. Natalina me deja y me dice que ella va ir a casa en puntitas de pies y que entrará por la cocina, pondrá en el fuego una sartén grande y colocará panceta picada en cubos, cebolla en trozos pequeños, ajo y margarina. Dejará que se dore unos minutos y agregará castañas con pasas de uvas polvoreándola con harina. Tal cual indica la receta materna. 
Mientras tanto, el ómnibus se va poblando de gente. Con el traqueteo de cada parada empiezo a sentir arcadas, estoy sentado contra una ventanilla empañada por el calor humano que exhalan los cuerpos de los empleados públicos, estudiantes secundarios, mujeres con niños en brazos, jubilados y uno que otro borracho trasnochador. Llevo en mis manos el documento. Gustavo Goith anuncia las primeras páginas con birome. En el centro, un retrato de mocoso serio peinado con raya hacia un costado manteniendo la boca y el corazón cerrado por ser tiempos de personalidades equívocas, brilla al traspasar el anular por encima.
Presiento que una vez cocinado el menú, Natalina masticará la “farola” y preguntará ¿Cuándo será el día?. Tragará el último bocado y pensará en la familia, los amigos, el trabajo y el amor. Recordará todas las cosas de su vida que la sobresaltaron sin penas ni gloria. Se dirá en silencio que le hubiera gustado haber nacido de nuevo y que en el documento apareciera una foto de nena con cabellos suelto, sin raya al costado.
Ahora llueve. Me doy cuenta por el chino que sube al ómnibus en la parada de la plaza San Martín, su camisa amarillo patito está pegada a su torso lampiño, dejando entrever sus tetillas rosadas y erectas, además el pantalón de vestir color gris está salpicado de puntitos negros y húmedos como un colador de acero inoxidable. Entonces pienso sí Natalina se acordará de aquél encuentro sexual fortuito que consiguió en la góndola de fécula en un súper chino.
Moqueo un poco y ese chino empapado haría recordar a Natalina lo exquisita y excéntrica que es. Ella levantaría los platos y los llevaría a la cocina. Se maquillaría a cal para entrega su piel risueña y altiva. Recorrería las calles y llegaría a la esquina donde se convertiría en carmelita descalza sí se lo propondrían, pero sólo en hoteles de principios de siglo, oficinas soñolientas o estaciones de servicio, sí la paga sería buena. Hipnotizaría a su clientela trasladándolos entre fantasías y anécdotas, haciéndoles olvidar el dolor y la soledad sin estafa. Reiría entre gatillos fáciles, detenciones arbitrarias y torturas carcelarias; y cantaría canciones Redondas con un pañuelo urbano anudado a su cuello luciendo la imagen del “Che”.
Frena nuevamente el colectivo, afuera Natalina se encargaría de ir tras su sombra y se quedaría parada sobre los mimbres oliendo a gaitas irlandesas como a cumbia regional. Sonreiría al borde de las olillas del río y mearía los jardines de alcohol artesanal sabiendo que no lograría cambiar la tinta de la birome. Entonces con un gesto imperceptible y ausente recordaría a Julio. Firmaría con su apellido para salir del cadalso.
Bajo en mi parada y seco los mocos que me hacen viajar hacia ninguna parte. Observo la entrada de la cocina y una campana de dolor resuena en mi pecho mientras sostengo la peluca en mis manos, ya sin tacón ingreso para poner la sartén en el fuego y sacarme la cal de la cara.

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