jueves, 24 de marzo de 2011

La casa del río

–¿Lo pude haber evitado?
–Tal vez. –especulaba mientras boqueaba aire unos segundos.
Él me había llamado bajo un arrebato embrutecido de medianoche y me amenazó diciéndome que iría tras de mí. Yo preocupado, le avisé a Elisa sobre la conversación que mantuve con él y le insistí que me acompañara a la casa que tenía en Cuesta Blanca.
Un espasmo hace que mi respiración pese como si corriese una maratón, él me mira y tira su cigarrillo contra mi cara, se da vuelta dándome la espalda y camina hacia la puerta. Escucho levemente que arranca su auto cuadrado, uno de esos autos que no sé sabe sí es un utilitario, una camioneta, una rural o simplemente un auto. Escucho que lo acelera hasta que regula y un azote de puerta truena tenuemente. Percibo que entra a la casa otra vez, sus mocasines retumban más fuertes en mis oídos, están tan cerca que puedo olfatear la pasta “Cobra” negra de sus zapatos.
El estallido de un saco azabache sobre el suelo como si fuera un fajo de alfalfa, inunda mis pulmones de aire como un tsunami descarriado. Me vuelve a observar y no dice nada, noto que bajo el brazo lleva algo similar a una pelota grande dentro de una bolsa y avanza hacia la cocina, sin escrúpulos come todo lo que hay dentro de la heladera sin dejar de sujetar el morral ovalado.
Trato de gritar o pronunciar alguna palabra y no puedo, el aire no es suficiente. Quiero preguntarle por Elisa y el regusto en la boca no me deja. Entonces pienso en ella, en el día que se mudó al lado de casa y traía un vestido por encima de la falda con volados de satín color rojo, de su sonrisa fresca y sensual, de como yo desde la ventana la miraba y un sudor cálido me corría por la piel invadiéndome hasta el interior del cuerpo.
Él regresa de la cocina y me muestra el lomo de una botella verde partida en una mano y la bolsa en la otra, con las puntas vidriada corta las ataduras del saco azabache y el contenido se desploma emanando un aroma conocido, una fragancia que solía envolverme entre mis alocados y húmedos sueños, donde Elisa me ayudaba a olvidar las frustración, las mala tarde después del trabajo y por sobre todo, a sentirme atraído a ella.
Ahora, él se sienta en el sofá y fija la mirada en el contenido del costal.
–Tenía un cuerpo hermoso. –murmura y saca del bolsillo de la campera una petaca.
Bebiéndola se erige sollozando y toma el bulto, balancea el brazo hacia atrás dándole impulso y lo tira por la ventana hasta el río sucio. Se acerca a mí y sin soltar el morral impacta repetitivamente la punta de su mocasín sobre mi abdomen provocándome un dolor profundo como si una compactadota moliera mis huesos una y otra vez.
Luego de unos minutos, el jadeo constante de él le impide seguir impartiendo puntapiés contra mi abdomen, cansado y dolido por lo ocurrido lleva ambas manos a su cabeza y alisa su cabello para atrás. Inhala un poco de aire y me dice “esto te pasa por tú morbosa falta de ética” y arroja el contenido de la bolsa contra el piso. El parietal derecho de ella estaba hinchado como un conejo, sus ojos pardos eran descoloridos y sus labios carnosos tajeado y podridos, emanaban un olor fétido.
Acometido por la venganza, el esposo de Elisa se saca el anillo y lo arroja entre la cabeza y mi cuerpo, me sonríe y se retira silbando una canción para mí.

jueves, 17 de marzo de 2011

La apuesta por el cabezón entre quemeros y luminosos

Tiro el cigarrillo y le doy la espalda a la mañana fría y ventosa. Sobre la mesa una hoja de diario escapa envolviendo la taza de café torreada, intento agarrarla pero un empujan más del viento hace que la hoja cruce la calle y repose en el cause de la Cañada. Lo sigo con la mirada y noto que se empapa, se arruga y se prepara para emprende un viaje hacia las afuera de la ciudad, allá, por los cañaverales del Río Primero.
Siento un escalofrío y cruzo los brazos, es temprano en el bar de 9 de Julio y Figueroa Alcorta, la brisa helada hace que ni el mozo venga a ofrecerme otro café. Prendo nuevamente un cigarrillo y agarro el celular para fijarme la hora, son las 6:30 y el Gordo todavía no llega. Entonces releo el diario y Marcelo Hugo posa dentro de su nuevo Porche Panamera S de cinco puertas, negro y con un motor V8 de 400 caballos de potencia. Diviso que en el remate de la nota informan que el precio del auto en la Argentina es de 209.900 dólares.
–¡La puta! –pienso.
Drácula no es un pobre tipo, ni un perdedor o un muerto vivo, es un monstruo más vivo que todos. Sabe succionar la sangre de las señoritas y de sus detractores también, bebe a su salud las mentes populares y produce clones belicosos de pastiche que generan su enriquecimiento sin ser un científico loco.
Impaciente vuelvo agarrar el celular y me fijo en el mensaje del “Bomba” Rodríguez, él era uno de los jefes de la barra de Huracán de Parque Patricio, habíamos apostado que en veinticuatro horas haríamos algo loco. Lo primero fue tirar un nombre y luego cada uno se encargaría de ir a buscarlo, no fue difícil elegir quién. Lo complicado fue el dónde para nosotros, ya que ir hasta Punta del Este no estaba en los planes y ahí se encontraba ese nombre. Ellos corrían con ventajas porque cruzaban en ferry el río de La Plata y en cuarenta minutos llegaban a Punta, en cambio nosotros desde Córdoba teníamos como 10 horas para arribar a la banda oriental. Por ese motivo, para hacerlo más interesante y ganar tiempo, doble la apuesta apuntándoles que había que cambiarlo por completo. Y ellos aceptaron.
Desde la esquina escucho un ronronear beligerante que corta el silencio melancólico de la Cañada, distingo que el Dacia 1300 color verde oliva del Gordo avanza haciendo un juego de luces. Estaciona frente al bar y sin bajarse del auto con el motor encendido me grita que suba. Llamo al mozo y pago el café, agarro el diario y me levanto, entro y saludo al Gordo, él me responde el saludo con el pulgar en alto y arrancamos.
–Vuelvo y termino la diplomatura en “Wedding Planner”. –me dice riéndose, mientras saca un porro del bolsillo de la campera.
Sonrió por su determinación y bamboleo la cabeza de un lado al otro, agarro la tuca que me entrega y la enciendo pitando un par de veces. El humo del cannabis irrita mi garganta haciéndome toser, le paso el porro al Gordo y aprisiono mis ojos entre los parpados recordando como lo conocí. Fue en el frustrado casamiento de la tía segunda Ester. Ella se desposaba con Sergio “babosa” Cortés, un jugador del fútbol cordobés que se desempeñaba como tercer arquero del “Luminoso” de barrio La France. Lo habían bautizado “babosa” por la poca reacción que tenía cuando le pateaban al arco.
El encuentro con el Gordo había sido justo cuando Ester tendida en el suelo del Registro Civil de calle Colón, intentaba decirle a Carranza, el ex dos de Huracán de La France y ex pareja de ella, que estaba embarazada de cuatro meses y que él era el padre. La tía había cortado la relación con Carranza cuando fue transferido al “Trampero” de Argüello. Ella dolida por el traslado del zaguero central, concurrió a las quermés organizada por el Club Atlético Huracán y allí conoció al “babosa”.
El ingreso de Carranza a la sala fue cinematográfico, pateó la puerta y entro disparando a mansalva hiriendo en primer lugar al Gordo y luego de un disparo en la cabeza última a la tía. Al quedar tendido en el suelo, tomé al Gordo del pantalón ensangrentado y lo saqué por la puerta del Pasaje Verna hacia la calle. Él siempre me le agradeció e hizo que fuese socio honorífico de Huracán de La France.
Habían transcurrido casi ocho horas bajo un sol agobiante y llegábamos a la localidad de Colón en Entre Río. Teníamos tiempo porque la ruta no estaba cargada y decidimos bajarnos a comer en un restaurante. El Gordo pidió Corvina ahumada con papas noisette y yo unos ravioles al pesto. Sobre una esquina, el televisor encendido trasmitía un programa de chimentos que hablaba otra vez de Marcelo Hugo.
–Viste que Lennon era hincha de Racing –me dice el Gordo al mismo tiempo que se reclinaba en la silla.
–¡Ah! sí, lo leí en el diario del domingo. –le contesté tragando un raviol reseco y duro.
El Gordo se jactaba de ser cabeza en la barra de Huracán de La France y no le gustaba realmente el rock, pero sí era importante e histórico para él que la “Mona” Jiménez con la camiseta verde amarilla hiciese algún baile bajo el tinglado del José Luís Cucciufo.
La marcha peronista sonaba en mi celular advirtiéndome que un mensaje me llegaba. Era el “Bomba” Rodríguez avisándome que ya se encontraban en Punta del Este y que se dirigirían al casino del Conrad. No se podía perder más tiempo, terminamos y pagamos sin comer postre, subimos al auto pesadamente y cruzamos la frontera con el Uruguay.
Dos horas más tarde estábamos en Punta por la zona de playa brava, los faros trapezoide del Dacia 1300 nos mostraba un paredón color naranja que cubría todo el frente de la casa con una entrada estilo colonial cerrada por un portón de caoba y la inscripción de “La Mary”.
–Esa es la casa de la Sú, la vi en la revista Caras. –murmuró el Gordo con un aliento a dulzón que empalagaba a dos manos.
Continuamos por la ruta hasta llegar a un angosto camino de tierra sinuosa rodeada de vegetación autóctona que se encontraba entre La Barra y José Ignacio. Recorrimos cinco kilómetros más sorteando pozos y lomos de burro hasta que nos topamos nuevamente con un portón, pero esta vez era de troncos bien macizos y rustico.
–¡Es acá! –dijo el Gordo estirándosele los ojos como un chino contento.
Bajamos del auto y nos acercamos al paredón de troncos, sobre la entrada había un cartel de madera tallado que decía “Guanahami”, el Gordo no se equivocaba, él leía la revista Caras todo el tiempo. Trepé por una de las columnas y observé que en la cancha de fútbol había dos personas pateando penales, el que iba al arco parecía ser el Chato y el que se preparaba para ejecutar, el cabezón.
Volvimos al auto y del baúl sacamos la llave cruz y dos bolsas negras de consorcio bien grande, nos mandamos tras saltar el perímetro y el Gordo de un llaverazo noqueo al Chato, mientras que yo tumbé a Marcelo Hugo y le apliqué cloroformo mezclado con marihuana así le daba un sabor ligeramente dulce. Lo envolvimos en las bolsas negras y lo cargamos en el baúl del Dacia, dimos vuelta marcha atrás y aceleramos por la ruta.
Atravesamos la frontera nuevamente sin sobresalto, el gendarme no salió de su garita y con la mano derecha ordeno que siguiéramos. Le pegamos como siete hora hasta la rotonda de San Francisco cuando el cielo se cerró y se puso más negro que un pozo ciego. La garúa comenzaba a caer de frente y se intensificaba a medida que avanzábamos sin que el desempañador del vidrio trasero funcionase. A la altura de Jesús María la policía caminera tampoco nos detuvo, la lluvia nos permitía cierta impunidad, ya que los cobani no querían empaparse y se quedaban dentro del lanchón.
Saco el celular y le mando un mensaje al Gallego, son las tres de la mañana y le aviso que estamos llegando. El Gallego es guardia en un edificio en construcción de Ayacucho y 27 de abril al lado de la Biblioteca Córdoba, pertenecía a la facción que comandaba el Gordo y él se encargaba de estampar los trapos con las leyendas y estandartes del querido Huracán que se colgaban en el alambrado del José Luís Cucciufo. El portón de chapa estaba abierto y metimos el Dacia 1300 de cola por Ayacucho frente a la Plaza Italia.
–¡Lo lograron! –exclamó el Gallego con una sonrisa que se estiraba como chicle.
Bajamos a Marcelo Hugo y lo dejamos para que el gaita se encargara de cambiarlo. Con el Gordo fuimos afuera a esperar y preparar la pick up para trasladarlo a La France. Una hora después, el Gallego nos entrego al cabezón listo y lo cargamos en caja de la F100.
Ingresamos al estadio por el pasaje Garayar s/n y estacionamos en la boca de entrada de una de las tribunas donde Taralila nos esperaba. Ciertamente, él vivía debajo de la tribuna y cuando nos hizo entrar al campo de deporte tuvimos que traspasar un tambor de asador con la parrilla vencida y chorreada de colesterol; un par de gomeros, una hortensias y cuatro masetas con alegrías del hogar. Al pisar el verde césped, el gordo colgó de los brazos a Marcelo Hugo en el travesaño semidesnudo. Sólo vestía una zunga roja y la cabeza teñida color verde amárela como el globo insignia del luminoso de barrio La France. Aturdido, el cabezón empezaba a volver en sí pataleando y gimoteando. Yo me apuré en sacarle una foto con el teléfono y mandársela al “Bomba” Rodríguez mientras el Gordo le decía que era una jodita. Aunque en realidad, más que una jodita era una apuesta entre huracanes.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Natalina López II

Es de madrugada y regreso en ómnibus. Natalina me deja y me dice que ella va ir a casa en puntitas de pies y que entrará por la cocina, pondrá en el fuego una sartén grande y colocará panceta picada en cubos, cebolla en trozos pequeños, ajo y margarina. Dejará que se dore unos minutos y agregará castañas con pasas de uvas polvoreándola con harina. Tal cual indica la receta materna. 
Mientras tanto, el ómnibus se va poblando de gente. Con el traqueteo de cada parada empiezo a sentir arcadas, estoy sentado contra una ventanilla empañada por el calor humano que exhalan los cuerpos de los empleados públicos, estudiantes secundarios, mujeres con niños en brazos, jubilados y uno que otro borracho trasnochador. Llevo en mis manos el documento. Gustavo Goith anuncia las primeras páginas con birome. En el centro, un retrato de mocoso serio peinado con raya hacia un costado manteniendo la boca y el corazón cerrado por ser tiempos de personalidades equívocas, brilla al traspasar el anular por encima.
Presiento que una vez cocinado el menú, Natalina masticará la “farola” y preguntará ¿Cuándo será el día?. Tragará el último bocado y pensará en la familia, los amigos, el trabajo y el amor. Recordará todas las cosas de su vida que la sobresaltaron sin penas ni gloria. Se dirá en silencio que le hubiera gustado haber nacido de nuevo y que en el documento apareciera una foto de nena con cabellos suelto, sin raya al costado.
Ahora llueve. Me doy cuenta por el chino que sube al ómnibus en la parada de la plaza San Martín, su camisa amarillo patito está pegada a su torso lampiño, dejando entrever sus tetillas rosadas y erectas, además el pantalón de vestir color gris está salpicado de puntitos negros y húmedos como un colador de acero inoxidable. Entonces pienso sí Natalina se acordará de aquél encuentro sexual fortuito que consiguió en la góndola de fécula en un súper chino.
Moqueo un poco y ese chino empapado haría recordar a Natalina lo exquisita y excéntrica que es. Ella levantaría los platos y los llevaría a la cocina. Se maquillaría a cal para entrega su piel risueña y altiva. Recorrería las calles y llegaría a la esquina donde se convertiría en carmelita descalza sí se lo propondrían, pero sólo en hoteles de principios de siglo, oficinas soñolientas o estaciones de servicio, sí la paga sería buena. Hipnotizaría a su clientela trasladándolos entre fantasías y anécdotas, haciéndoles olvidar el dolor y la soledad sin estafa. Reiría entre gatillos fáciles, detenciones arbitrarias y torturas carcelarias; y cantaría canciones Redondas con un pañuelo urbano anudado a su cuello luciendo la imagen del “Che”.
Frena nuevamente el colectivo, afuera Natalina se encargaría de ir tras su sombra y se quedaría parada sobre los mimbres oliendo a gaitas irlandesas como a cumbia regional. Sonreiría al borde de las olillas del río y mearía los jardines de alcohol artesanal sabiendo que no lograría cambiar la tinta de la birome. Entonces con un gesto imperceptible y ausente recordaría a Julio. Firmaría con su apellido para salir del cadalso.
Bajo en mi parada y seco los mocos que me hacen viajar hacia ninguna parte. Observo la entrada de la cocina y una campana de dolor resuena en mi pecho mientras sostengo la peluca en mis manos, ya sin tacón ingreso para poner la sartén en el fuego y sacarme la cal de la cara.

martes, 25 de enero de 2011

La decisión de ella

Los manchones color vino tinto sobre los almohadones del futón, aún continuaban tibios. El “natalio” desvanecido yacía en el suelo de parquet. Su respiración estaba comprometida y su cuerpo convulsionaba de a ratos.
Ella lo había decidido. Incluso a pesar de tener algo jugando entre sus labios mientras intentaba quitarse el vello húmedo de la comisura de sus labios, lo había decidido. No tendría que andar a cuesta con un patovica como las chicas del teatro de revista. Tampoco necesitaría marcar el 101 desde su Blackberry ante la somanta de él; ni correr a casa a comer un pancho despilfarrado. ¡No!.
Ella decidiría cargar sobre sus hombros la mochila para peregrinar por los paisajes camperos de la vida, buscando un cultivador que tuviera ganas de desayunar juntos en la cama. Que riera y bajara hasta meterse entre sus piernas, exhalando su aliento sobre los carpelos deliciosos de su fuente de vida y de amor.
Por otra parte, para el “natalio” no había sido un mal día en el trabajo, había corrompido a un par de uniformados, a tres damas atractivas y a un cuidadoso desesperado.
–Al llegar a la casa, sólo quiso cambiar el juego y ser otro. Otro con su actitud, logrando un panorama nuevo, grato y terriblemente sensual para él. –dijo el sargento.
–En cambio, ella traía su estrés diurno y la cuesta abajo del sueldo miserable que le pagaban en el bar de Nueva Córdoba por limpiar el vomito de los borrachos. Teniendo que tratar de vez en cuando con algunos desquiciados que están buscando venganza, alguna redención, y otros, ambas cosas. –concluyó.
La mirada inclaudicable fijada hacia el cielo raso de la casa que la femenina conservaba, aterrorizaba a los muchachos. Ella mantenía trabada el maxilar con dureza, embadurnada con borrones de color vino tinto por todo su cuerpo desnudo, recorriéndole por su estómago, bajando por su piel, tenue y ligero, deleitable y real como un chirlo cobarde que justifica su patronato al igual que un almohadón.
El desengaño florecería arriba del futón. El “natalio” quería terminarle en su boca sabiendo que no le gustaba a ella. El agarrón violento que le hizo por la nuca empujándola hacia delante para que se atragante con su miembro, le ocasionó arcadas y un cierre automático de la mandíbula.
Sus cañonazos seminales se interrumpieron por un ahogamiento bucal.
–El grito monstruoso despertó al hijo que dormía en la habitación contigua. Se levantó y corrió al comedor, entró y observó la herida profunda del padre. Se asustó, ya que desde el muslo manaba mucha sangre esparciéndose por los almohadones del futón, y el niño también lloró. –presumió el sargento.
Luego, la femenina obligaría a su hijo a acostarse boca abajo para que se quedase quieto, le conversaría con la intención de que entendiera que no sería golpeado más, y que todo pasaría. Remató el sargento primero.
Tras treinta minutos de espera, la agente de la comisaría de la mujer llegó. Ella decidió escupir el glande de su boca atinando a decir que “en el clímax las personas nos desconectamos por unos segundos de nuestra conciencia”.
Aunque ella conciente, de reojo divisaba aliviada al “natalio” desvanecido, pidió ver al hijo un instante y abrazándolo le dijo:
–¡Termino la lucha! –, y agregó –no seas como tu padre, trata bien a las mujeres.

viernes, 21 de enero de 2011

Se acabó el mito que nos hacía sentir completo ya que luego de dieciocho lunas, el gritos se ahogo

El viento áspero se quiebra en mi nuca cimentándome un dolor en el pecho. Vuelvo loco con mis pensamientos dejando atrás la huella de ser un otario. Transito la recta del santo y la brisa con olor a algas, me acompaña. El eco del ronroneo y la vibración del Aleko retumban en los añejos ladrillos del horno histórico. A medida que acelero, intuyo que el rechinar de la marcha cuando entra en tercera, no se escuchará más por el paraje.
–Me asfixia la tristeza y la desilusión ante la sordidez y la indiferencia (…), las palabras disfrazadas de sentimientos inexistentes se desvanecen como el humo que exhalas cada vez que haces una pitada. –dijo.
Me doy cuenta entonces, que no cruzaré más los barrios cerrados, tampoco los caminos sinuosos de los sierras chicas, ni el gran lago; la flor de Busto no me recibirá y la santa virgen no me acogerá bajo su poncho serrano.
Rebajo la marcha ante la procesión folklórica de autos y los moscardones verdes que se aferran a la parilla delante del radiador, me vaticinan que no comeré más los pollos de corral, que mis pies dejaran de pisar el agua fresca encerrada entre el pedrusco cause como guarda rail debajo de la casas de los locos, y que las jaurías de cucos y cuquitos no me ladraran y mearan las llantas del Aleko, nunca más.
Resoplo por el desconsuelo reverso de nuestro amor. Afuera las sombras metálicas avanzan en trancos cortos tras poner primera. El pataleo insistente de la mantis religiosa para hacer pie en el parabrisas, me advierte que allá, sobre el monte dulce, el cristo no vigilará más el andar de este a oeste y de norte a sur que el Aleko automáticamente recorría.
Punto muerto de nuevo. Adelante, el sable luminoso de la caminera decidiendo quién pasa o quién se queda ya no servirá más como talismán. La venia aprobatoria hace que atraviese y mire por última vez la pradera, el sueño Ingalls se desvanece, se esfuma como el humo exhalado del cigarrillo. Coloco primera y miro para arriba, sobre el tapizado gris del Aleko que la luna ya no brillará.

martes, 18 de enero de 2011

El coleccionista de minas

El “flaco” enrollaba bien apretadas ocho hojas de diario hasta que quedaban como “chorizos”, luego apoyándolos sobre la parrilla los ataba uno por encima del otro formando círculos serpentinos hasta dejarle una mecha arriba. El tunga tunga de Sabroso repiqueteaba por los parlantes del fondo que se encontraban detrás de la barra del comedor junto al asador. El parrillero –de delantal blanco y gorra del mismo tono con el logo de las tres tiras –distribuía en forma pareja los cascotes de carbón negro  alrededor de la chimenea de papel, así una vez finalizado, le prendería la mecha para que el fuego comenzara a sacarle el frío a la parrilla.
Nosotros no esperábamos por el asado, sólo tomábamos café en el bar frente al Paseo de las Artes sobre calle Belgrano. Joséma conversaba mientras se despegaba las entrepiernas del jeans apretado, y yo daba pequeños sorbos al jarro de café. De tanto en tanto, la puerta de entrada bamboleaba de lado a lado crujiendo tan molestamente como el chirrido insesable de los colectivos al frenar en la parada delante del ventanal donde nos encontrábamos.
Tras tragar la cafeína torreada divisaba que un chico entraba con su cara lustrosa de transpiración y sin que el mozo se percatase de ello dejaba sobre las mesas las estampitas santorales y las tarjetas de amor Junot. Le hice una seña con la mano derecha y le entregué un billete con el retrato azul de Bartolomé Mitre. Le dije que me dejará la estampa de San Cristóbal –el popularísimo gigantón que transporta a los conductores en sus hombros–, el cara sucia me lo entregó sonriendo y tímidamente me pidió un trago de soda, luego de vaciar el vaso sin piedad se atragantó con las agitadas burbujas hinchándole los cachetes, me miró retirándose con el billete de dos pesos entre sus manos envuelto en un tufillo de carne asada y eructando dijo “gracias”.
–¿Tenés que viajar? –preguntó Joséma.
–Sí, mañana tengo que ir hasta Cuchi Corral, competimos con unos amigos en parapente. –le contesté sin quitarle la vista a la estampa del santo.
–¡A sí, qué bueno! –me dijo y agregó:
–No sería entonces mejor llevar la estampa de “San José de Cupertino”.
Me quedé mirándolo un instante y por la cabeza se me cruzó la idea de que sólo los tontos podían esperar que una simple estampa proporcionara un protectorado antes las calamidades de lo dado en el aquí y el ahora, ya que tarde o temprano llegaría, y ningún supersanto nos salvaría.
–¡Sí es por mí! preferiría un protector que tenga capita como Superman. –contesté y luego le manifesté mi inquietud por el arte:
–En realidad las colecciono, me gustan las imágenes renacentistas y barrocas que muestran las tarjetas.
 Al escuchar esto Joséma asentó con la cabeza. Él era un artista provocador de tez morena, cabellos negro que usaba alpargata de yute azules y una camisa a rayas rojas desabotonadas hasta el pecho dejando entrever un penacho oscuro en forma de mota enredada; ojos saltones y penetrantes con fuertes rasgos masculinos que no revertía parentesco con su tono de voz aflautado y afeminado.
–Me parece muy bien, –contestó –aunque prefiero coleccionar minas y algunos cuadros. –sentenció.
–¡Mmmm…! eso es un hobby caro y difícil de clasificar. –le dije.
–No te creas. –indicó columpiando el dedo índice de un lado al otro.
Además, preguntó mientras me quemaba los labios con el borde de la taza caliente y humeante:
–¿Una mina es coleccionable por el hecho de ser mujer? o ¿un cuadro es coleccionable por el simple hecho de ser pintura?
Tragué el sorbo de café hirviendo lentamente y releí el panfleto de las clases de pintura que él daba mientras pensaba en el sexo –ya que cuando se habla de minas automáticamente lo asocio al sexo –, pero por alguna razón innata nunca pude asociar a las minas con un cuadro abstracto. Inquietamente mi memoria empezó a divagar por diversas imágenes publicitarías de minas carneadas y voluptuosas sobre lienzos con soportes mediáticos, y como los eslogan de moda permiten a esas “minitas” subirse a cococho sobre nuestras sombra cada vez que ingresábamos a un baño caliente.
 La mirada retórica de Joséma a espera de una contestación hizo que como un boludo le respondiera sonriendo:
–¡Y sí!, coleccionar culo y tetas es tentador pero, a mí no me importa porque sólo quiero arte plástica y no minas plásticas.
La carcajada espontánea de Joséma me inquietó un poco, el tono parecido a un chacal en celo y el brillo característico que adquiría sus encías aumentándole las secreciones lacrimales, de orina y saliva, me recordó a mí hermano mayor Ezequiel.
Ezequiel, –o como yo lo llamaba, cabeza de piedra para trancar portones –reía de igual modo. Joséma se descostillaba de la misma forma que él, sobretodo cuando el “big brother” con su circunferencia redondeada, abollada, hosca, dura y sucia que portaba como balero similar a una roca hueca, me decía “niñito de mamá”.
El mozo percatándose de tanta exacerbación, se acercó a nuestra mesa tratando de advertir a que venía semejante risotada. Yo rascándome la cabeza le pedí la cuenta. El joven asentó con la cabeza y nos anunció “que la estaban preparando”, recogió los jarros de cafés vacíos y se retiro.
Joséma refregándose los ojos volvió la mirada hacia mí y me pidió un momento para recomponerse, cambió las muecas de sus facciones y me dijo:
 –¡No! lo coleccionable de las minas es que no tienen algo que le cuelgue sobre las piernas. Y así también es en la pintura, no tenés que tener nada que te cuelgue para poder fluir y expresarte en el lienzo.
Luego de su particular explicación sobre el compilar de las mujeres el mozo trajo la cuenta y pagamos, me invito que fuéramos a su taller en calle Laprida a media cuadra del bar. Caminamos esos pocos metros y decidí convidarle un cigarrillo, agarró un pucho con la mano derecha mientras con la izquierda revoleaba como unas boleadoras el largo llavero de tela.
Me explicaba, tras cada pitada, que dentro del “fauvismo” hay un colorismo fuerte con un profundo trasfondo psicológico fragmentado en contrastes y desigualdades, pero que todo ese academicismo era una boludez tan grande como una casa y que veía en mí una vocación conmovedora.
Al llegar a la puerta volvió acomodarse la entrepierna sujetando la colilla del cigarro con el meñique y el anular, balanceó el picaporte e ingresamos. El taller era muy amplio, una casona con las paredes volteadas que asemejaban a un gran deposito de materiales plásticos donde en el fondo mantenía el baño; ventanales con grandes aberturas de madera y un cielo raso muy alto donde el eco de la voz retumbaba una y mil veces. En fila india avanzábamos por una especie de corredor con varias puertas que ya no estaban, pero sí los marcos, decía que las mantenía en pie porque representaban portales hacia la creatividad. Cruzamos uno de los zaguanes donde se encontraban una docena de cuadros con imágenes de mujeres atrevidas, lujuriosas y vanidosas que habían posado para sus lienzos en posiciones morbosas.
–¡Acá tenés!, mi compilación de minas. –dijo sosteniendo uno de los retratos.
–Ésta minita tenía sueño húmedo y la fantasías erótica de que le pintara el cuerpo. –explicó.
Miraba absorto cada una de los lienzo y especulaba con que esas mujeres seguramente no cocinaban galleta, sino chorizos, que no jugaban con muñecas pero si con muñecos y que no contaban cuentos clásicos más que con el fiolo de la cuadra. La representación de una mujer rubia con el pelo recogido, semidesnuda y recostada sobre el césped, cubierta solamente con una bombacha celeste y blanca, me impactó.
Al darse cuenta de mi fascinación, Joséma me reveló que ella era tan hermosa como el zapatazo del “Chango” Cárdenas que derribo en 1967 al Celtic de Escocia sobre el Centenario de Montevideo. Además, tenía la impronta de la justicia social, nacional y popular.
–Así que las mujeres bellas son de Racing y peronista. –le dije con una sonrisa pícara.
–Por supuesto, te cabe alguna duda. –sentenció serio.
Nos retiramos del cuarto y me explicó como era el taller, cuanto salía y que materiales utilizaría. Acordamos para comenzar el lunes y lo saludé con la mano izquierda ya que con la derecha él seguía acomodándose las bolas.
Salí del taller y me dirigí a la parada del colectivo sobre Belgrano. Una vez allí y luego de treinta minutos de espera, el C4 no pasaba, el reloj parecía detener su ritmo y el olor a licor, tabaco y perfume barato empezaba a esparcirse por la zona. El silencio monótono atravesó mis tímpanos ya que a esa hora no pasaban ni las lauchas.
Después de un par de pitadas, lentas y suaves que corroía mi garganta seca, observé en la esquina de Achával Rodríguez, como un cuerpo femenino de pierna y senos sensuales que te obligaba a respirar despacio para saborear cada partícula sudorífica, estiraba el brazo haciéndole seña a un auto que parecía ser un Taxi.
Yo que me encontraba media cuadra antes que ella decidí jugármela e intentar que el chofer me llevara a mí, y al igual que la mujer extendí mi brazo deslizándome del cordón a la calle, casi perdiendo el equilibrio. El Renault 9 paró a un metro mío y bajando el vidrio desde el interior una voz preguntó:
–¡A donde vas pá!
– Para el cerro. –le contesté
–¡No! muy lejo, estoy terminando el turno ¡disculpá! –argumentó fijando la vista en Achával Rodríguez.
Puso primera y arrancó disminuyendo la marche en la esquina. Un repartidor de pizzas en moto me rozó a cien km gritándome –¡cuidado pelotudo! –, giré nuevamente y observé que la mina se acomodaba bajo la minifalda la entrepierna mientras abría la puerta delantera, volteó la cabeza sobre sus hombros y me lanzó un beso, luego trepó al auto como si fuese una palmera y se fueron.
Sin poder creerlo guarde las manos en el bolsillo del pantalón, la estampa de San Cristóbal estaba allí reposando. La froté un segundo y concluí que a los tacheros les gusta coleccionar traviesos.