martes, 8 de enero de 2013

Bailando con la más fea en cancán. El dato de Lorcas

Bajamos del colectivo y “flaco” Colamuci bolsiqueó a un mamerto con traje que llevaba un bolso negro. En ese instante, para que él pudiera manotear algo del bolso, tuve que pechar de costado al “chabón” de corbata, que de paso sudaba como un lechón a la parrilla, dejándome la camiseta hecha sopa. Me disculpé entre dientes con el trajeado, luego de haber divisado la mano del flaco que se escondía debajo de su remera.
Apuramos el paso hacia la esquina y al llegar le dije que me revelara lo que arrebató. Sacó la mano de entre la remera y mostró un paquete de medias para mujer.
–¡Fuaaá! Gary, ya tengo regalo para la Jenny –me dijo sonriendo como si fueran las medias de Talleres que usó el “Lute” Oste, tras el gol de penal a Belgrano, en el ascenso de 1998.
–¡Pero mira “flaco” que con esas medias, todos los guchos van a mirar el ojete de la Jenny! –le advertí mientras acomodaba los fierros entre la joggineta y el calzoncillo.
–¡Va! esos gatos no valen ni dos pesos, sólo a ¡papá! entrega la Jenny el marrón –contestó sacudiéndose la nuca rapada como un perro pulgoso.
Y agregó:
–Cuando volvamos del laburo les doy la medias, así a la noche me tiro un queso antes de ir al baile del Sargento Cabral.
No sé porqué, pero se me vino a la mente la imagen de la Jenny matraqueando. Ella era una morocha corpulenta, con una boca ancha que cuando sonreía se le veían los dientes tan blancos y puros como la merca colombiana. Además, le colgaban un par de tetas que se asemejaban a dos pelotas “Futsal” papi fútbol número cinco termoselladas y unas nalgas que cuando caminaba se movían temblorosamente como dos gelatinas “Royal”, al sacarlos del vasito de plástico.
Cómo sería de mujerón que hasta las cachiporras de los cobani, enganchadas en sus cinturones, se empalmaban como mástil cada vez que la Jenny pisaba el tinglado del Sargento Cabral.
El “flaco” guardó las medias en el bolsillo y caminamos hasta un kiosco a mitad de cuadra de calle Lo Celso, en barrio Granja de Funes. Compré una Talca Cola grande y dos alfajores Tatín blancos que deglutí de tres mordiscos empastándome el buche, y tras un largo trago de gaseosa me prendí un cigarrillo.
Había que esperar a Lorcas para entrar y desguazar el rancho de Martínez. Él, trabajaba como jardinero de la casa y escuchó, mientras podaba los malvones, los gladiolos y los clarines de guerra en el patio, que Martínez le preguntaba a su mujer en dónde esconder la plata que habían recibido después de haber vendido unos campos cerca de Oncativo en quinientos mil pesos. Ella señaló algún rincón de la casa, que Lorcas no observó, ya que no confiaban en los bancos.
Ni lento, ni perezoso; el jardinero, que vivía al lado de casa y siempre le tuvo ganas a mi hermana, me tiró el dato. Yo le avisé al “flaco” y aceptamos realizar el trabajo sucio.
El plan era sencillo, Lorcas llegaba con la plumita y la pala cerca del mediodía y tocaba la puerta, una vez que le abrían nosotros de atrás lo encañonábamos y lo metíamos adentro amenazando y puteando a toda la familia hasta que nos dieran la plata. De esta forma él no quedaría pegado.
Era ya más del mediodía y el boludo de Lorcas no llegaba ni contestaba el teléfono. Decidimos con el “flaco” ir hasta la casa. Él nos indicó que quedaba al frente de una obra en construcción sobre calle Lo Celso. Divisamos un chalet con techo a dos aguas y tirantes de madera. Sabíamos que poseía cuatro dormitorios, un baño full y otro de servicio, living comedor con grandes ventanales, cocina, lavadero, un patio cubierto de flores, pileta y asador.
Desde la esquina un camión de basura detenía su marcha envuelto en un chirrido enfático. Al verlo le dije al “flaco” que cruzáramos la calle a paso lento y nos ocultáramos detrás del chaperío en la obra de construcción. El atronador alto de la compactadora hizo recordarme el aullido de “Alcides”, un perro mezcla calle con vereda que supe tener de chico y que había sido levantado como sorete en pala por un Ford Falcón rojo en la puerta de casa en barrio Maipú II.
Nos agachamos en cuclillas y una gota de sudor corría entre mi muslo, los fierros y la joggineta, al apoyarme contra el montículo de granza. Observé por encima de la chapa, que un recolector saltaba por detrás del camión para recoger las bolsas negras tajeadas por los perros de la cuadra. Con la camiseta verde pegada al pecho por la transpiración y los guantes de telas caquis rasgados en las palmas de las manos, el basurero agarraba las bolsas chorreadas de líquidos descompuestas que opacaban aún más los guantes.
–­¡E’ pedazo de culiau quesón! –escuché que puteaba a los cuatro vientos mientras columpiaba el brazo para lanzar los sacos putrefactos hacia la boca del acopio compactador, como si fuese un triple de Marcelo Milanesio.
Del otro lado de la vereda el segundo recolector pegaba un salto a lo Steven Hooker y se tomaba del pasamano lateral del camión ordenando:
–¡Dá gorriau, mové e’ocote!
Con el seño fruncido, el primer basurero se sacaba los guantes y se limpiaba las manos en el pantalón y luego llevándose el índice y el pulgar a la boca para sujetar el frenillo de la lengua, chiflaba con furia avisándole al chofer que arrancara hacia el otro cesto de basura.
Nos tiramos cuerpo a tierra cuando pasaron delante. Alcé la cabeza un par de centímetros y oí el acelerar del camión perdiéndose en la cuadra siguiente.
Me levanté y el “flaco” desde el piso me dijo:
–Pero culiado, cuando mierda va a venir ese conchudo, la q’ te remilparió.
–Tranqui vieja, ¡ya está!. –contesté ofuscado y envainando el 38 dentro de la joggineta “Kappa” de Talleres con la mano derecha.
Saqué del bolsillo con la mano izquierda el atado Derby suave y encendí un pucho. Miré al “flaco” y extendí el brazo diciéndole:
– ¡Toma! fúmate un careta que entramos.
Él, poniéndose de pié, apretó el cigarrillo entre sus labios rojos y curtidos por el viento seco e hirviendo; sin encenderlo. Le pasé el escopetón calibre 22 y enfilamos para el chalet.

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