El “flaco” enrollaba bien apretadas ocho hojas de diario hasta que quedaban como “chorizos”, luego apoyándolos sobre la parrilla los ataba uno por encima del otro formando círculos serpentinos hasta dejarle una mecha arriba. El tunga tunga de Sabroso repiqueteaba por los parlantes del fondo que se encontraban detrás de la barra del comedor junto al asador. El parrillero –de delantal blanco y gorra del mismo tono con el logo de las tres tiras –distribuía en forma pareja los cascotes de carbón negro alrededor de la chimenea de papel, así una vez finalizado, le prendería la mecha para que el fuego comenzara a sacarle el frío a la parrilla.
Nosotros no esperábamos por el asado, sólo tomábamos café en el bar frente al Paseo de las Artes sobre calle Belgrano. Joséma conversaba mientras se despegaba las entrepiernas del jeans apretado, y yo daba pequeños sorbos al jarro de café. De tanto en tanto, la puerta de entrada bamboleaba de lado a lado crujiendo tan molestamente como el chirrido insesable de los colectivos al frenar en la parada delante del ventanal donde nos encontrábamos.
Tras tragar la cafeína torreada divisaba que un chico entraba con su cara lustrosa de transpiración y sin que el mozo se percatase de ello dejaba sobre las mesas las estampitas santorales y las tarjetas de amor Junot. Le hice una seña con la mano derecha y le entregué un billete con el retrato azul de Bartolomé Mitre. Le dije que me dejará la estampa de San Cristóbal –el popularísimo gigantón que transporta a los conductores en sus hombros–, el cara sucia me lo entregó sonriendo y tímidamente me pidió un trago de soda, luego de vaciar el vaso sin piedad se atragantó con las agitadas burbujas hinchándole los cachetes, me miró retirándose con el billete de dos pesos entre sus manos envuelto en un tufillo de carne asada y eructando dijo “gracias”.
–¿Tenés que viajar? –preguntó Joséma.
–Sí, mañana tengo que ir hasta Cuchi Corral, competimos con unos amigos en parapente. –le contesté sin quitarle la vista a la estampa del santo.
–¡A sí, qué bueno! –me dijo y agregó:
–No sería entonces mejor llevar la estampa de “San José de Cupertino”.
Me quedé mirándolo un instante y por la cabeza se me cruzó la idea de que sólo los tontos podían esperar que una simple estampa proporcionara un protectorado antes las calamidades de lo dado en el aquí y el ahora, ya que tarde o temprano llegaría, y ningún supersanto nos salvaría.
–¡Sí es por mí! preferiría un protector que tenga capita como Superman. –contesté y luego le manifesté mi inquietud por el arte:
–En realidad las colecciono, me gustan las imágenes renacentistas y barrocas que muestran las tarjetas.
Al escuchar esto Joséma asentó con la cabeza. Él era un artista provocador de tez morena, cabellos negro que usaba alpargata de yute azules y una camisa a rayas rojas desabotonadas hasta el pecho dejando entrever un penacho oscuro en forma de mota enredada; ojos saltones y penetrantes con fuertes rasgos masculinos que no revertía parentesco con su tono de voz aflautado y afeminado.
–Me parece muy bien, –contestó –aunque prefiero coleccionar minas y algunos cuadros. –sentenció.
–¡Mmmm…! eso es un hobby caro y difícil de clasificar. –le dije.
–No te creas. –indicó columpiando el dedo índice de un lado al otro.
Además, preguntó mientras me quemaba los labios con el borde de la taza caliente y humeante:
–¿Una mina es coleccionable por el hecho de ser mujer? o ¿un cuadro es coleccionable por el simple hecho de ser pintura?
Tragué el sorbo de café hirviendo lentamente y releí el panfleto de las clases de pintura que él daba mientras pensaba en el sexo –ya que cuando se habla de minas automáticamente lo asocio al sexo –, pero por alguna razón innata nunca pude asociar a las minas con un cuadro abstracto. Inquietamente mi memoria empezó a divagar por diversas imágenes publicitarías de minas carneadas y voluptuosas sobre lienzos con soportes mediáticos, y como los eslogan de moda permiten a esas “minitas” subirse a cococho sobre nuestras sombra cada vez que ingresábamos a un baño caliente.
La mirada retórica de Joséma a espera de una contestación hizo que como un boludo le respondiera sonriendo:
–¡Y sí!, coleccionar culo y tetas es tentador pero, a mí no me importa porque sólo quiero arte plástica y no minas plásticas.
La carcajada espontánea de Joséma me inquietó un poco, el tono parecido a un chacal en celo y el brillo característico que adquiría sus encías aumentándole las secreciones lacrimales, de orina y saliva, me recordó a mí hermano mayor Ezequiel.
Ezequiel, –o como yo lo llamaba, cabeza de piedra para trancar portones –reía de igual modo. Joséma se descostillaba de la misma forma que él, sobretodo cuando el “big brother” con su circunferencia redondeada, abollada, hosca, dura y sucia que portaba como balero similar a una roca hueca, me decía “niñito de mamá”.
El mozo percatándose de tanta exacerbación, se acercó a nuestra mesa tratando de advertir a que venía semejante risotada. Yo rascándome la cabeza le pedí la cuenta. El joven asentó con la cabeza y nos anunció “que la estaban preparando”, recogió los jarros de cafés vacíos y se retiro.
Joséma refregándose los ojos volvió la mirada hacia mí y me pidió un momento para recomponerse, cambió las muecas de sus facciones y me dijo:
–¡No! lo coleccionable de las minas es que no tienen algo que le cuelgue sobre las piernas. Y así también es en la pintura, no tenés que tener nada que te cuelgue para poder fluir y expresarte en el lienzo.
Luego de su particular explicación sobre el compilar de las mujeres el mozo trajo la cuenta y pagamos, me invito que fuéramos a su taller en calle Laprida a media cuadra del bar. Caminamos esos pocos metros y decidí convidarle un cigarrillo, agarró un pucho con la mano derecha mientras con la izquierda revoleaba como unas boleadoras el largo llavero de tela.
Me explicaba, tras cada pitada, que dentro del “fauvismo” hay un colorismo fuerte con un profundo trasfondo psicológico fragmentado en contrastes y desigualdades, pero que todo ese academicismo era una boludez tan grande como una casa y que veía en mí una vocación conmovedora.
Al llegar a la puerta volvió acomodarse la entrepierna sujetando la colilla del cigarro con el meñique y el anular, balanceó el picaporte e ingresamos. El taller era muy amplio, una casona con las paredes volteadas que asemejaban a un gran deposito de materiales plásticos donde en el fondo mantenía el baño; ventanales con grandes aberturas de madera y un cielo raso muy alto donde el eco de la voz retumbaba una y mil veces. En fila india avanzábamos por una especie de corredor con varias puertas que ya no estaban, pero sí los marcos, decía que las mantenía en pie porque representaban portales hacia la creatividad. Cruzamos uno de los zaguanes donde se encontraban una docena de cuadros con imágenes de mujeres atrevidas, lujuriosas y vanidosas que habían posado para sus lienzos en posiciones morbosas.
–¡Acá tenés!, mi compilación de minas. –dijo sosteniendo uno de los retratos.
–Ésta minita tenía sueño húmedo y la fantasías erótica de que le pintara el cuerpo. –explicó.
Miraba absorto cada una de los lienzo y especulaba con que esas mujeres seguramente no cocinaban galleta, sino chorizos, que no jugaban con muñecas pero si con muñecos y que no contaban cuentos clásicos más que con el fiolo de la cuadra. La representación de una mujer rubia con el pelo recogido, semidesnuda y recostada sobre el césped, cubierta solamente con una bombacha celeste y blanca, me impactó.
Al darse cuenta de mi fascinación, Joséma me reveló que ella era tan hermosa como el zapatazo del “Chango” Cárdenas que derribo en 1967 al Celtic de Escocia sobre el Centenario de Montevideo. Además, tenía la impronta de la justicia social, nacional y popular.
–Así que las mujeres bellas son de Racing y peronista. –le dije con una sonrisa pícara.
–Por supuesto, te cabe alguna duda. –sentenció serio.
Nos retiramos del cuarto y me explicó como era el taller, cuanto salía y que materiales utilizaría. Acordamos para comenzar el lunes y lo saludé con la mano izquierda ya que con la derecha él seguía acomodándose las bolas.
Salí del taller y me dirigí a la parada del colectivo sobre Belgrano. Una vez allí y luego de treinta minutos de espera, el C4 no pasaba, el reloj parecía detener su ritmo y el olor a licor, tabaco y perfume barato empezaba a esparcirse por la zona. El silencio monótono atravesó mis tímpanos ya que a esa hora no pasaban ni las lauchas.
Después de un par de pitadas, lentas y suaves que corroía mi garganta seca, observé en la esquina de Achával Rodríguez, como un cuerpo femenino de pierna y senos sensuales que te obligaba a respirar despacio para saborear cada partícula sudorífica, estiraba el brazo haciéndole seña a un auto que parecía ser un Taxi.
Yo que me encontraba media cuadra antes que ella decidí jugármela e intentar que el chofer me llevara a mí, y al igual que la mujer extendí mi brazo deslizándome del cordón a la calle, casi perdiendo el equilibrio. El Renault 9 paró a un metro mío y bajando el vidrio desde el interior una voz preguntó:
–¡A donde vas pá!
– Para el cerro. –le contesté
–¡No! muy lejo, estoy terminando el turno ¡disculpá! –argumentó fijando la vista en Achával Rodríguez.
Puso primera y arrancó disminuyendo la marche en la esquina. Un repartidor de pizzas en moto me rozó a cien km gritándome –¡cuidado pelotudo! –, giré nuevamente y observé que la mina se acomodaba bajo la minifalda la entrepierna mientras abría la puerta delantera, volteó la cabeza sobre sus hombros y me lanzó un beso, luego trepó al auto como si fuese una palmera y se fueron.
Sin poder creerlo guarde las manos en el bolsillo del pantalón, la estampa de San Cristóbal estaba allí reposando. La froté un segundo y concluí que a los tacheros les gusta coleccionar traviesos.
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