martes, 13 de abril de 2010

Alegoría de una ciudad

La ciudad se extendía hasta la calle ornamentada de la Cañada, donde el viajero civilizado se inspiraba con el cauce curtido del Suquía. Los barrios bajos no se comunicaban por el ferrocarril, la forma más sencilla era el trolebús, alimentado por una catenaria de dos cables transportando energía eléctrica, el gusano de hierro y chasis se empachaba con sus dos astas y vomitaba el pasaje suburbano en la entrada de la polis.
Precisamente, el umbral era la plaza principal, remozada con el ecuestre general de mármol en el centro y en sus cuatro vértices glorietas, nichos y cortinajes. El punto neurálgico de la urbe se concentraba ahí mismo.
El gran mercado se encontraba enfrente, el arco de piedra le daba la bienvenida ceremonial a los cientos de foráneos y no, que con ansia irrumpían los puestos de carnes, frutas, hortalizas y especias del ancho mundo. Curiosamente una vieja librería de páginas antiguas donde las refulgentes hojas caprichosas se convertían en íconos de un público consumidor, ocupaba los últimos puestos de los productos.
Unas columnas con escudos, banderas arrugadas y santos, nos mostraba que la religión imvadía perpendicularmente al mercado y de frente a la plaza conmemorativa. Las viejas tipologías arquitectónicas dictaban del siglo XVll con su cuatro capillas apuntando a los cuatro puntos cardinales, en su pórtico, ambulantes, enamorado, pedigüeños y transeúntes espontáneos peregrinaban durante toda la jornada.
El emporio a las cinco comenzaba a cerrar, ya no se percibía la música de tacos y tacones, ni el rocío de las pieles extrañas que salpicaban al chocar los andarines del centro, el bullicioso parlante descendía hacia otros ruidos, el aroma a fruta fresca franqueaba más ha fétido y las bocinas de automóviles, sí retumbaban en los oídos. El ladrido solitario de un perro junto a la mugre se adherían a la ciudad, y sólo quedaba el vacío de dormir en el banco de la plaza.

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