sábado, 24 de julio de 2010

Obediencia debida

-No alcanza la vergüenza rutilante ni las excusas ensayadas -me dije sin percatarme de la silueta humana que se deslizó junto a mi. “Chupénme un huevo, chupénme los dos”, escuché entre la muchedumbre absorta en la dársena 33. El miedo estreso que se sumó al ritmo acelerado que percibí peligrosamente mientras consumía pitadas cortas de tabaco, no alcanzó para adaptarme rápidamente a tantos cambios bruscos.
Acabando el pucho rubio hasta el filtro que sostenía entre mis dedos, índice y mayor, observé a Ana. En su cara reposaba un esbozo de sonrisa diabólica, pícara, donde sus dientes apretaban el maxilar con dureza. El ahogamiento de desamor rodeo el brillo de sus ojos. Ella, prefirió el resplandor filoso del puñal y explícitamente clavarlo en mi torso. Con un agujero en el pecho y el corazón perforado, grité desesperadamente. Esas palabras enfermas que callaron mis labios, sugirieron refugiarse en la crudeza del alma.
"Mucha cerveza y whisky", aseguraron los especialistas después de haber encontrado mi cuerpo apuñalado en la estación de ómnibus. Combiné la pasión con el engaño violentamente de esa mujer extrovertida casi ríspida quién me quitó la lealtad y el corazón. El trastorno depresivo no fue un estado pasajero de tristeza. Sólo a segunda vista me provocó una reacción sentimental de fascinación y repugnancia al mismo tiempo.
Zumbó en mis oídos las melodías que acarrean los pájaros nocturnos. Un podrido olor a rancio que me envolvía, no por el alcohol; presumió la llegada de la tempestad. Riéndome, me pregunté sí esto nos daría el destino. Osado contemplé la vasta y revoltosa estación mientras miraba la respingada y colorada nariz mojada, entristecida y desorientada de Ana.
Supe que iba a ocurrir. Aquel cántico ardiente y primitivo de abril que descendió desde el ocaso hasta lo más profundo de su anatomía desnuda, me condenó. Los bríos de sueños que navegué temblorosamente por el frutal claroscuro de su bajo vientre, caducó en la noche que me dijo -sé lo que hiciste.
Rememoré aquella noche de 1979 en el terraplén de San Vicente. Consciente de mi oficio lo golpeé una y otra vez. Me acerque a las gavetas de la mesa, saqué con una mano el cinturón ribeteado de balas y con la otra tomé la cacha del revólver. Lo miré y sonreí a medida que el cabo primero le recorría la picana de punta a punta. Esos días acabarían y también mi vida. Saber que Ana era hija del subversivo expió mis pecados. La oscuridad golpeó más fuerte, las nubes estaban más cerca, me pregunté si lo podría haber evitado ó por lo meno, si sólo no hubiese sido tan cobarde en esos tiempos. Pero no.
Qué bella transformación inesperada, “debí regalarle más láminas de la vieja Paris”, cavilé con el último exhalo justo cuando el balsero apuraba la transacción que me depositara encapuchado en aquel horizonte donde el paisaje se burla de la vida ajena.

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