jueves, 20 de mayo de 2010

Bon appétit

Los numerosos bancos de peces se desplazaban en forma circular con una serenidad inigualable. El sosiego que me forjaba suspendido en la pecera azulada, no me encontraba con mayor consternación, todo lo contrario, ya que los diferentes tamaños, formas y colores que producía la fauna acuática, asemejaban una postal impresionista de marinos holandeses.
El agua, fuente y constitución de vida, mostraba las huellas naturales que se impregnaban en mi piel curtida por el sol del mediodía. Nunca supe cuanto llevaba seducido por el bamboleo sereno. Sólo sé que de repente, dispersé la mirada y me percaté que una gran variedad de tiburones aleteaban bajo el pataleo de mis piernas en forma centrifuga, dejé la calma de lado. Alcancé a divisar agazapada a una de las criaturas, sentada sobre su cola como si supiera que mi indefensión no iba a ir a ninguna parte.
Temeroso, otro escualo se lanzó y golpeó la palma de mi mano derecha. Grité atemorizado y pensé en su enorme tamaño mientras me sumergía. Me pregunté, sí me verían como un juguete de plástico Chino que podría ser zamarreado de aquí para allá.
Sentí un roce nuevamente, sin sospechar que era el cuerpo de Samir, desesperé. El joven marroquí que conocí en Santiago de Compostela, ciudad a la que había llegado junto a otros colegas para un reconocimiento importante en la labor humanitaria, flotaba a mi lado.
Un tercer pez cartilaginoso me rodeó. Vino a mi memoria el restaurante de Fabio, un comedero de fruto di mare en el Mercado Norte, él, siempre me hacía probar un buen bocado de cazón fresco en el almuerzo matutino, fue aterrador, la idea de ser yo ahora un tentempié mojado sobre el plato oceánico, cobraba fuerza.
Mientras sostenía el flote, recordé de nuevo la imagen de Samir diciéndome: “Debemos liberar toda contaminación sospechosa y fomentar la conciencia ambiental”. Además, explicaba entre ademanes en la sala de embarques del aeropuerto español, que todos huíamos y no hacíamos nada. Qué ciertas sus palabras.
Inhalé aire, sentí que los enormes ojos del tiburón sentada sobre su cola, se clavaban en mí como en un pequeño estanque, el oleaje que impulsó el avance me subió un poco, pude distinguir como la aleta dorsal cobraba altura sobre la sal acuosa, mis parpados aprisionaron las retinas como una ostra a las perlas, y el resto... El resto, cuando vayan a lo de Fabio y le sirvan sin mayor demora una buena rodaja de Cazón.

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